Cuando esa palabra marca también el fin de una época. El juicio a las Juntas, las librerías de la calle Talcahuano, el Plan Austral y un cadete preso por no obedecer a un policía. Pintura de un recambio histórico
Por Enrique Pfaab
epfaab@diariouno.net.ar
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En estos días en que todos viajan, por qué no nos damos una vueltita por otros paisajes y otra época. Fue en 1985, en el cruce de las calles Lavalle y Libertad de la Capital Federal, en una esquina de la plaza Lavalle, frente al edificio de tribunales.
Se estaba desarrollando lo que sería registrado por la historia como “El juicio a las Juntas”, contra todos los integrantes de las juntas militares que encabezaron el sangriento proceso entre 1976 y 1983.
El cronista era joven, tenía 22 años, y trabajaba como cadete en una librería jurídica ubicada en la calle Talcahuano al 400 que se llama Platero. Todavía existe ese comercio, angosto y profundo, de estanterías enormes de madera oscura que ya en esos años era histórica y una de las más antiguas.
Todo el tráfico de la zona estaba cortado por la Policía Federal por el juicio, pero los comerciantes (en su mayoría de editoriales y librerías) tenían la autorización de paso para descargar y cargar.
Entre el 22 de abril y el 14 de agosto los integrantes de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal realizó las audiencias y les tomó declaración a 833 personas. Todo ese sector de la ciudad de Buenos Aires se transformó en esos meses y era el centro de atención del país. Fue uno de esos días, por la tarde. Quien escribe venía en un taxi Dodge 1.500 cargado con unos 8 grandes paquetes de libros. Un policía nos detuvo y le expliqué sobre la autorización de paso. Dijo que no, que no conocía tal autorización y que no había paso para nadie.
Que descargara todo allí y los 200 metros que faltaban hasta la librería los hiciera caminando, llevando los ocho paquetes de libros en andas. Discutimos áspero frente al taxista, que miraba preocupado, y a los curiosos que rápidamente se comenzaron a arremolinar. Agotado por la tozudez y envalentonado por la juventud y el momento histórico, le espeté un “¡pelotudo!” al policía, entre otros calificativos. Me llevaron detenido a la Comisaría Tercera.
La librería Platero era de los hermanos Lacueva. Luis, Alberto y Eduardo. Además trabajaba un ex bibliotecario de apellido Re que se pasaba el día entero en el sótano de la librería.
Luis Lacueva era el titular de la librería y junto con Alberto los que más sabían de libros. La diferencia es que Luis era el capitalista y sabía hacer negocios: miraba los avisos fúnebres y salía a comprarles las bibliotecas a las viudas de grandes lectores y escritores. Así, en Platero se podían encontrar ediciones agotadas hace ya muchos años. Ejemplares únicos, muy bien cotizados.
Revisaba rápidamente las estanterías y hacía una oferta por el conjunto, cuando por lo general le interesaban sólo tres o cuatro libros. Después venía el trabajo de juntar los libros y empaquetarlos. De uno de esos mandados venía el día de la discusión con el policía.
Alberto Lacueva, detrás del mostrador, fumaba toscanos y después cotizaba esos libros. Se ponía el toscanito en un costado de la boca, enmarcada por un espeso bigote; se calzaba los lentes de lectura y revisaba uno por uno los libros y en el ángulo superior derecho de la primera hoja le ponía el precio de venta, utilizando el código “madrileños”, en el que cada letra es un número de la escala decimal.
La M era el 1 y la S el 0. Era plena época del Plan Austral y de inflación y este código le permitía al librero ajustar el precio sin necesidad de remarcar todos los libros, y también de ajustar el precio según el cliente.
Por esa librería pasaron como clientes muchos escritores y juristas famosos. En esos años el autor jurídico más prolífico era el constitucionalista Germán Bidart Campos, que publicaba un libro cada tres meses. Un casi desconocido Rodolfo Terragno era autor de un boom editorial: Argentina siglo XXI.
Todavía el libro era el único y mejor material de estudio, de consulta, generador de emociones y de placer. Sin embargo había un desconocido que ya había vislumbrado el futuro y venía a Platero a comprar todos los ejemplares de nuevas leyes y jurisprudencia de las editoriales La Ley y El Derecho. El hombre pagaba monedas a algunos tipeadores que, hoja por hoja, copiaban en modernas Commodore 64 todo el libro. Era el único que compraba este tipo de ejemplares, salvo los nuevos abogados, que querían adornar sus estanterías con esos libros de hermosa encuadernación y que solían impactar al cliente lego.
Pero volvamos a la Comisaría Tercera esa tarde del '85. Luis Lacueva fue hasta allí para tratar de conseguir la liberación de su revoltoso cadete. Muchos jueces y fiscales eran clientes de la librería y don Luis tenía los teléfonos de todos. Era difícil que no lo atendieran.
Todos querían quedar bien con él y conseguir buen precio en la siguiente compra.
Pero don Luis Lacueva quiso primero intentar lograr mi libertad por sí mismo, esgrimiendo sus propios argumentos. “El sentido de la palabra pelotudo es decirle a uno que tiene los testículos grandes: si bien se mira, mi chico no insultó al policía, sino más bien fue un halago”, dijo. Estuvimos a un paso de quedar los dos detenidos. Finalmente tuvo que llamar a un juez para que nos soltaran sin problemas.
Los integrantes de la Cámara Nacional de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de la Capital Federal que juzgó a las juntas militares (Jorge Torlasco, Ricardo Gil Lavedra, León Carlos Arslanián, Jorge Valerga Aráoz, Guillermo Ledesma y Andrés J. D’Alessio), condenó a Jorge Rafael Videla y Emilio Eduardo Massera a reclusión perpetua, a Roberto Eduardo Viola a 17 años de prisión, a Armando Lambruschini a 8 años de prisión y a Orlando Ramón Agosti a 4 años de prisión. Los acusados Omar Graffigna, Leopoldo Galtieri, Jorge Isaac Anaya y Basilio Lami Dozo no fueron condenados por no haberse podido probar los delitos que se les imputaban.
El fiscal Julio César Strassera, con quien colaboró el fiscal adjunto y luego mediático Luis Gabriel Moreno Ocampo, había pedido prisión perpetua para todos. Strassera era cliente de Librería Platero, uno de los que eran atendidos con especial deferencia.
Había para ellos, además de una especial guía por cada estantería, un vasito de whisky o ginebra (preferentemente) para que pudieran beber algo mientras hojaban algún ejemplar en el sótano.
Son épocas pasadas. Sólo quedan los recuerdos y el intenso aroma de los libros, ese perfume único, inigualable, anuncio de la cercanía de una buena historia.
Son épocas pasadas. Sólo quedan los recuerdos y el intenso aroma de los libros, ese perfume único, inigualable, anuncio de la cercanía de una buena historia.
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