Al gran pueblo mbuti, ¡Salud!








Esteban Peicovich
Autodidacta. Poeta. Periodista. 

Nació en 1930. De pesador de chilled y frozen beef en un frigorífico de La Plata (12 años) pasó a redactor, columnista y crítico de cine en el diario Clarín. Como enviado de ese medio al extranjero recibió el Premio Nacional Kraft al mejor periodista de diarios de 1963. 

En 1964 fue nombrado secretario de redacción de La Razón. Entre 1974 y 1987 fue corresponsal en el exterior y a su regreso al país, presentador de programas de televisión y radio. Entre ellos Los Palabristas. Fue columnista de La Nación entre 1995 y 2008.
Colabora con Perfil.com desde 2009.

Hasta hace poco, quien osaba decir “este país” recibía de súbito fiscal el consabido “hay que decir 'nuestro país' y no 'este país”. Hoy no reacciona nadie. País polarizado, ya no se ve a sí mismo. Hoy lo natural, “lo que se usa”, es sentirlo “no nuestro”. Argentina se desvive en un intrigante y pestilente instante histórico. Sus habitantes no la cuidan. De los 200 del mundo es uno de los países menos querido por su gente. Es, lejos, nuestra más increíble enfermedad.
Como plumífero, uno da aviso como quiere y puede. En mi caso, convertí esta inquietud en una oferta de presidencia virtual de 24 horas que evitase el colapso. Como es lógico, el rating de las carcajadas de la hora 25 superó los 30 puntos. No importa. Nunca faltan encontrones cuando un iluso ilusa. Los románticos suelen acabar recordados como realistas. Y tozudos. Por eso ofrezco al “tómala o déjala” otra flamante sugerencia: invitar a los malheridos creyentes en “la noble igualdad” a que probemos durante un año el modelo social de los mbuti.
Tengo contacto piola y directo. Bastaría enviar una comisión de oficialistas notables (costará) y otra de notables opositores (costará) a relevar datos básicos en la hoy República del Congo. De regreso, ambas evaluarán, y sumarán o restarán, según (el “según”, como decisión, es muy argentino). Urge probar. Cada día de corrupción perdemos más glóbulos rojos. Mata y contagia. Pero aun podemos reaccionar.
Este serio entusiasmo por vivir como los mbuti me llegó por azar. Entrevistaba yo en Los Palabristas (Radio Ciudad) al escritor y antropólogo catalán Albert Sánchez Piñol cuando “un mirlo blanco” sobrevoló el estudio. De venir hablando de su novela “La piel fría” (un cuasi bisnieto de Robinson Crusoe), recaímos en el trabajo de campo de su tesis doctoral. Mientras oía a Piñol mi agrisada esperanza fue tomando el color del durazno. Y con más datos alcancé la cuasi euforia. Es que sí, existía un modelo que podía quitar de su abulia a mi país. Bastaría plagiar el protocolo social de la comunidad mbuti, derivar la Constitución Nacional a categoría de Viejo Testamento e inaugurar nosotros el Nuevo, a semejanza del código breve y de probado éxito de estos terrícolas de selección. En más de un aspecto, ningún neoyorquino o suizo vive vida mejor que un mbuti. ¿Por qué entonces no copiarnos nosotros que vivimos la peor?
Sucede (y registrenló) que, sin que lo sepa el mundo, solitos, encapsulados en bolsones selváticos de no más de 1000 individuos, protagonizan una cultura con más quilates que las escandinavas. Comunidad sin leyes escritas y encarnada con tal armonía que ni manganetas ni bóvedas ni olvidos la perturban.
Va breve ficha de aproximación (ya abundaré cuando cunda entre nos la pasión mbuti y se nos dé por crecer un candidato local):
1.- Su tecnología apenas supera el paleolítico.
2.-No poseen gobierno. El Poder es difuso. Son ácratas selváticos.
3.- En el domus, mandan las mujeres, quienes son arquitectas de las casas ovales que habitan.
4.- De separarse, ellas echan a los varones que acaban en un inhóspito galpón llamado “de los solteros”.
5.- Estos no pueden desligarse de su paternidad y 8 de cada 10 niños los prefieren a sus madres. ¿Razones? Al entrevistar Piñol a un padre mbuti que sostenía en brazos a hijito bullanguero que perturbaba la grabación, se dio este diálogo en swajili:
Catalán: ¿Y si lo deja que juegue en el suelo?
Mbuti: No.
Catalán: ¿Por qué?
Mbuti: Porque lo amo.
Pasado este trance “piel de gallina” (Piñol me confesó que jamás en su vida se sintió más imbécil) prosigo y enumero:
6.- Los mbuti trabajan 8 horas… por semana. Recolectan, cazan y pescan sólo una hora diaria y lo hacen deambulando conscientes de no agotar el entorno natural (Gioja que ni se asome).
7.- Se alimentan de insectos, hongos y pequeños antílopes.
8.- Llevan vida semi nómade, son individualistas probados y, a la par, celosos igualitaristas en el reparto de bienes y alimentos.
9.- Cuidan su justicia; el crimen que reprimen con mayor rigor es el que atenta contra la distribución de lo recolectado (el culpable es condenado a sufrir el vacío colectivo y la burla permanente del grupo día tras día)
10.- Tras rito de iniciación pasada la edad púber, todo mbuti hombre o mujer está listo para un matrimonio que no valora ni la virginidad ni la dote (tampoco la duración del compromiso: encuestas etnográficas registran tasa de divorcios que supera el 70 por ciento).
11.- Su tiempo libre lo dedican a reír, contar fantasías y fumar marihuana a todo trapo y edad.
Falta decirles algo que espero no desanime a nadie. Propongo a los mbuti como modelo de salvataje ante la desintegración por la que surfeamos cada día a mayor velocidad. Y lo hago a sabiendas de lo difícil que nos resultará. Para alcanzar el nivel de estos casi ignotos ciudadanos de África, primero deberíamos crecer hasta alcanzar su altura. Los mbuti son pigmeos: 1,45, él; 1,30, ella. Esto, como individuos. Su media como comunidad armónica llega a los 2 metros y más, en tanto que Argentina flota en vergonzante 0,99 mts. Eso, de noche. Basta un regreso de Maradona, una Homilía de la Papisa de la Rosada o un eructo de Diana Conti para hacer caer la aguja. A veces, hasta la mitad de la media de los mbuti.