CHILOE;LA ISLA GRANDE DE CHILE





Desde el asiento de atrás de la camioneta la señora de pelo negro y ojos negros me explica cómo hacer chapalele, una especie de buñuelos de papa que se comen con el curanto, la comida más famosa de Chiloé. 
Esperaba el ómnibus con sus dos hijos en una calle de tierra camino al norte, pero como hoy es feriado tarda más en pasar. Así que hizo dedo y aquí estamos, a punto de escuchar una receta nueva mientras subimos y bajamos colinas suaves, verdes, donde se nota que la lluvia pasó hace poco.  

–Es fácil, poh, le voy decir. Usté mezcla la papa ya cocida con harina, hace las masitas, las pone en una bolsa de plástico con hoyitos muy pequeños y las echa en una paila de agua hirviendo con algún marisquito pa’ que vaya tomando el gusto.

La mujer se llama Vilma, trabaja en el hospital de Ancud y cuenta detalles y secretos, como si fuéramos a hacer chapalele esta noche en el hotel. 
Después pasamos al curanto, que se cocina en un pozo en la tierra, con piedras al rojo vivo y arriba mariscos, pollo, longaniza y carne ahumada. Cholgas, choros, vieiras, nombra los mariscos y, de pronto, veo el Pacífico en el horizonte. 
En Chiloé el mar siempre está cerca. La isla tiene 180 kilómetros de largo por unos 50 de ancho. Ancudes la primera ciudad al norte; Castro, la capital, y Quellón, la más austral. Después de la parte chilena de Tierra del Fuego, es la segunda isla más grande del país y viven unas 150.000 personas. 
Desde que llegaron los conquistadores en 1567 hasta que se fundó Puerto Montt, en 1853, estuvo literalmente aislada, con una población rural dispersa y gran mestizaje entre aborígenes chonos y huiliches, y españoles. Se desarrollaron mitos, supersticiones, formas propias de cocinar, construir, enterrar a los muertos. En el puerto de Dalcahue las papas todavía se venden por almud, antigua unidad de medida de seis kilos, y hay embarcaciones con sacho, un ancla hecha con una piedra encerrada en varas de fibra vegetal. 
Todavía se escuchan historias de gente que vino hace no tanto de otras partes del país y cuando llegó no había luz, no había teléfono, no había hoteles y sí había mucho para hacer.  
Solo hace unos meses se inauguró un vuelo comercial de Santiago al aeropuerto de Mocopulli, en Castro; antes, había que llegar por barco. Se habla, cada tanto, de construir un puente sobre el Canal de Chacao–20 minutos  en barcaza– que uniría Chiloé y el continente. Pero es un proyecto tan costoso que termina desinflándose. 
Aún sin puente, de a poco, la isla se abre. Están arreglando rutas y accesos a pueblos; se restauran las iglesias, hay proyectos ecoturísticos, puerto para cruceros –el último verano llegaron 14–, campo de golf, mejoras en alojamiento –ya se inauguró un cinco estrellas y hoteles boutique– y nuevos restaurantes gourmet. El Parque Nacional Chiloé tiene hermosos tepuales –bosques endémicos– y también se puede visitar el Parque Tantauco, propiedad del presidente Piñera. Tantauco está en el sur, justo donde termina la isla y sigue el mar. 
Así como en Chiloé siempre se ve el mar, también se ven acantilados, canales, casas forradas de tejuelas, playas, islas. El archipiélago está formado por cuarenta islas menores. Islas levemente onduladas, islas habitadas y deshabitadas, islas donde en algún momento del día casi seguro llueve, islas con iglesias y capillas, islas en venta como la Isla Guafo, islas adonde las noticias todavía llegan en lancha. Tantas islas que no me sorprendo cuando un día conozco a una chica nativa de nombre Danisla. 
Estamos por llegar a la casa donde bajarán Vilma y sus hijos a visitar a los familiares. Hace un rato que la conversación pasó de las recetas al terremoto de 1960. Sí, después de una curva, la mujer y su hijo adolescente cuentan cómo la abuelita Amandina Barría, que en ese momento era chica, corrió y corrió y corrió hasta que logró cruzar un puente y salvarse. Desde lo alto de una loma vio cómo una ola gigantesca se llevaba su casa, otras casas y a mucha gente. 
El maremoto vino después del terremoto que ocurrió el 22 de mayo a las 15.11. Aunque se lo conoce como el Terremoto de Valdivia afectó todo el sur de Chile. Fue uno de los sismos más brutales del mundo, con una magnitud de 9.5 grados. En Chiloé destruyó casas, puentes, hasta los rieles y los vagones de tren que antes iba de Ancud a Castro y nunca más volvió a andar. 
Delante de la casa de los familiares de Vilma algo negro se seca al sol. Parecen trapos arrugados, pero son algas. Lugas, según me contarán más tarde unos pescadores, algas que crecen en roqueríos cercanos a la orilla y se usan en la industria perfumera. Las compran los japoneses y extraen carragenina, una sustancia que se usa para hacer pasta de dientes, perfumes, cosméticos, dulces. Esa no se come, pero hay otra, el luche, que sí. 
Vilma y los chicos saludan y se van corriendo: los esperan para tomar once (merienda). 
Más adelante, desde los islotes de Puñihuil, parten lanchas para ver colonias de pingüinos magallánicos y de Humboldt, patos quetru, cormoranes imperiales, caiquenes y lobitos de mar. 
A la noche en el hotel no hacemos chapalele, pero al ver tantos platos con papa en el menú pregunto y me entero de que es uno de los principales cultivos de la isla. Hay 80, 100, 150 y hasta 400 variedades según a quién se le pregunte. Papa cielo, ñocha, cabrita, camota, pachacoña, lengua de vaca. La que más me gusta: la papa bruja, una morada, chica, que se usa para hacer una torta de papa y banana. 


Setenta iglesias y un Mar Interior
Con el casco puesto sigo al arquitecto hacia la iglesia desnuda. Estamos a doscientos metros de la Panamericana y caminamos por un tablón despacio, como jugando al pan y queso. Hasta que entramos en el templo de Nercón. O bueno, en lo que queda de él. Se filtran los rayos de sol y nos rodean columnas de alerce, ciprés, coihue, luma. No hay paredes ni piso ni techo. Todo se levantó para rescatar lo que sirve y reemplazar el resto. Solo queda el altar turquesa que tenemos enfrente. Antes del año próximo, cuando se terminen los arreglos, el de Nercón será el octavo templo restaurado por la Asociación Amigos de las Iglesias de Chiloé, en actividad desde 1993.
De madera, más o menos pequeñas, viejas, con tres naves, en la isla hay setenta iglesias, dieciséis de las cuales son Patrimonio de la Humanidad desde 2000. Hasta Bill Gates viajó de incógnito a visitarlas. Y al parecer dejó un aporte para su reconstrucción y donó computadoras a la biblioteca de Quemchi.  
Durante el siglo XVII, con el objetivo de evangelizar la isla, los jesuitas diseñaron la “misión circular”, que consistía en navegar en dalcas –embarcaciones de madera– hasta llegar a cada pueblito. Aprovecharon la experiencia de los chonos, también conocidos como nómadas del mar. Las islas que forman el archipiélago están entre Chiloé y el continente, en el llamado Mar Interior y cada una tiene su capilla. En las más grandes, como la Isla de Quinchao, hay varias. Bastaba una mínima población para que existiera una capilla. Cuando visito la iglesia de Mataó la veo envuelta en banderas de Chile y la Virgen de Amparo lleva un traje de tafeta rosa. Teo Pérez, una chica del pueblo, me cuenta cuándo se construyó y que la tumba llena de flores que está atrás es de un chico que se murió ahogado. Antes de irse se inclina y besa el manto de la virgen. 
Ya no en dalcas, pero también hoy se recorre el Mar Interior para llegar a las islas. Hay barcazas que en cinco o seis minutos están en las más grandes y lanchas para hacer pie en las pequeñas. Es tan eficaz el transporte entre islas que en Chiloé se nota que este es un país de mar. 
De tan chica, la capilla de Cherquián parece de una maqueta. Adentro, una imagen de la patrona Stella Maris, Estrella de Mar, y otra de San Jorge derrotando al dragón. Enfrente está el muelle y los cultivos de choritos (mejillones). Las iglesias de Chiloé miran al mar. Los jesuitas las construían a pocos metros del puerto para no tener que caminar demasiado cuando desembarcaban. 

– No había planos de los templos, los hacemos ahora, en la reconstrucción.

El arquitecto se llama Diego Pérez y tiene menos de treinta años. Me explica que la humedad y los insectos xilófagos son enemigos de la madera. Las filtraciones comienzan en la torre y en la cumbrera, y de ahí toman el resto. 
De las diecisiete personas que trabajan en la reconstrucción de Nercón doce son carpinteros. Algunos están ahora mismo en los andamios de la torre y otros martillan y encastran acá abajo, en la nave central. El 70 por ciento de las maderas se salvó después de varias capas de productos aislantes, pero un 30 por ciento está perdido. 
La mayoría de las iglesias tiene más de doscientos años y aunque todas son distintas comparten una arquitectura que repite ciertos elementos: un gran espacio abierto enfrente, el techo a dos aguas, la torre, el hastial y el pórtico. Una forma de construir de los carpinteros de la ribera que derivó en la Escuela Chilota de Arquitectura Religiosa en Madera. 

– En las iglesias de Chiloé la gente todavía se bautiza, se casa, hace su funeral y toma decisiones comunitarias a través del comité de capilla. Es un espacio político y social. 

El nivel de lluvias en la isla es altísimo –alrededor de 2000 milímetros anuales– y el pórtico reemplaza los encuentros en la plaza. Durante la semana que paso en Chiloé casi no llueve, pero veo paraguas colgados en los zaguanes. Listos para el próximo chubasco. 

Las pisadas fuertes de los zapatones de trabajo resuenan sobre la madera. Mientras pasan los obreros –maestros los llaman por acá con respeto– con carretillas cargadas de troncos, Pérez cuenta la tradición de la minga, una costumbre todavía viva en varios pueblos de Chile y Argentina de construir entre varios. En el caso de la iglesia, se contribuía con la madera y el trabajo. Y si un vecino necesita hacer una casa o una huerta, el resto de la comunidad lo ayuda, y cuando está lista el dueño de casa prepara una comida con vino y baile para los mingueros. 

Uno podría pasarse un viaje a Chiloé viendo iglesias. Ahí nomás de Nercón está la de Vilupulli. Cerrada. Debe ser por el mediodía. Cuando me estoy por ir veo un cartel que dice “Aquí laves” en la puerta de una casa con un jardín de dalias rojas y fucsias. Sale Teresa Velázquez limpiándose las manos con un repasador, estaba terminando de cocinar. Viene con las llaves en la mano y me pide que después de ver la iglesia, la cierre y se las vuelva a traer. Ella es la encargada de cuidarla, como la cuidaron sus padres y antes una abuela que había en el pueblo. 
Vilupulli llega al mar. Tiene cuatro, cinco, seis casas. Dice Teresa que después del terremoto del 60 la gente del pueblo se fue en busca de tierras más altas. 

– Y quedamos pocos nomás.



El lenguaje de la madera
Unos meses antes de viajar a Chiloé leí algo de la polémica por la construcción de un gran centro comercial en Castro. Un impacto en el patrimonio, una aberración, sentenciaban los arquitectos, mientras que  muchos pobladores estaban de lo más entusiasmados con nuevas salas de cine, patio de comidas, negocios. Como los que viven en grandes ciudades, ellos también querían su “paseo moderno”.  
Hubo marchas y contramarchas hasta que se frenó la construcción. Después de un tiempo está otra vez en carrera y pronto se terminará. Tuvo que ajustarse, sí, a ciertos parámetros para no “desentonar”. 
La arquitectura de Castro, y de la isla en general, es de madera. El emblema de la capital son los palafitos, casas edificadas sobre pilares. Son altas y tienen dos entradas: una que da al mar y otra a una calle. Hasta hace algunos años fueron viviendas sociales para pescadores. Había más de mil en toda la isla. El terremoto del 60 destruyó varios. Hoy, quedan poco más de cien y casi no viven pescadores. Con la llegada de las salmoneras a la isla, a mediados de los noventa, se produjo un cambio cultural fuerte. Ya no hay tantos pescadores artesanales y sí muchos empleados en los criaderos de salmón y mariscos, y en la extracción de algas. Cambiaron los trabajos, el paisaje, las costumbres. Los pescadores dejaron los palafitos, que enseguida entraron en la mira de artesanos, chefs y hoteleros con ánimo de rescatar el patrimonio chilote y mostrarlo al turismo. Se revalorizaron y no solo son carísimos sino que al ser concesiones marítimas, no resulta fácil comprarlos. 
Cecilia Araya, una artesana que trabaja la lana y tiene su negocio en un palafito me permite entrar. Mientras revuelve una cacerola donde hierven enormes ovillos rojos cuenta que las maderas sobre las que se construyen las casas resisten bajo el agua: la luma dura diez años y el ciprés, cien. 
Este viejo palafito de Castro tiene la misma estructura del que conocí esta mañana en el Quilquico, un gran hotel boutique en la localidad de Quilquico adonde se llega después de atravesar lomadas verdes con cultivos de papas y ajos, y praderas de ovejas pastando. Además de la construcción principal, a cargo del arquitecto representativo de la isla Edward Rojas, tiene seis cabañas-palafitos con balcones que miran al mar. En Quilquico también hay una iglesia, que está pintada de rojo y no es mucho más alta que una persona. 
Por la ventana del palafito de Cecilia Araya veo dos chicos que juegan al fútbol en la calle y una mujer que abre la ventana para espantar un pájaro posado en un cable. Ahora que miro bien no sé si lo espanta o le está hablando. Cuando cierra la ventana se ven mejor las tejuelas: la piel de las casas de Chiloé. 
Las tejuelas son tablitas de madera –antiguamente de alerce– que se usaban como revestimiento final de las casas. Ciertas casonas, del tiempo en que el ciprés no se protegía sino que se talaba y exportaba, son muy elegantes. Hay tejuelas onduladas, como si fueran olas, otras parecen escamas y algunas son hexagonales como un panal de abejas. Ancud, Quemchi, Chonchi, Achao, Curaco de Vélez, Dalcahue, Cucao cada lugar tiene casas de madera con tejuelas blancas, rosadas, amarillas, y ventanas con cortinas de encaje. 
Me gusta imaginar que atrás de esas ventanas y de esas tejuelas se esparcían los mitos de la isla. Como dijo un profesor de filosofía que encontré en Ancud, una respuesta falsa a problemas verdaderos. 
Las tejuelas sirven de aislante para la lluvia casi diaria. Hoy, por ejemplo, amaneció nublado, de nubes gris oscuro. Todo indica que en algún momento lloverá. Por eso me sorprende el camarero en el desayuno: 

– Le ha tocado un lindo día. 
– Pero está nublado…
– Eso aquí es un lindo día. 

Cuando llego a Cucao por el camino más lindo de la isla, que atraviesa colinas verdes y pasa junto alLago Huillinco, veo el efecto del agua en toda su dimensión. Se siente la humedad sobre las enormes hojas de nalca y en los troncos fríos de los arrayanes. Por acá llueve casi 3000 milímetros al año. “Creo que hay pocos lugares en el mundo donde llueva más”, escribió Darwin en 1834, en su paso por la isla. El paisaje es siempre verde, con bosques de alerces, coihues y el gran ciprés de las Guaitecas que hoy sí es una especie protegida. 
Por Cucao se ingresa en el Parque Nacional Chiloé, que tiene varios senderos. Hay uno que se mete en los tepuales, bosques de tepu, helechos y penumbra. El tepu es un árbol altísimo que busca con las ramas otros troncos y cuando los encuentra se entrelaza. Y se tapa de musgo formando una maraña de hojas y hojitas delicadas como el encaje de las ventanas de las casas chilotas. 
En el final del parque y del cuento, el mar. Que por acá no es nada pacífico y guarda historias de temporales y naufragios.