Mundos íntimos: mi insomnio escondía el miedo a la soledad


Despiertos por siempre. Esa extraña sensación de que uno nunca podrá dormirse embarga a los insomnes. ¿Por qué no permitir que la mente y el cuerpo descansen? La autora habla de las inseguridades y las dudas que crecen de noche, cuando todo es silencio.

La película se llamaba  Dolls (Muñecas) y era sobre una familia que llegaba a una mansión embrujada en una noche de tormenta. Había una nena buena, una madrastra mala, y había muñecas asesinas. Un compilado de clichés, pero yo tendría ocho años y con mis hermanos habíamos insistido para que nos dejaran verla (no habíamos visto nunca una película de terror y tampoco sabíamos qué era un cliché). “Después no van a poder dormir” dijo mamá, y hasta que no apagó el televisor no entendí qué tenía que ver una cosa con la otra

Sin los padres. Cuando Lila Navarro pudo volver a dormir entendió que sus padres ya no estaban pero que de alguna manera lo vivido juntos la respaldaban. / GUILLERMO RODRIGUEZ ADAMI
 
El miedo y la oscuridad, una relación más vieja que el mundo. No sé qué les pasó a mis hermanos, pero esa noche yo no pude dormir. La película me había dejado un miedo físico, una sensación de amenaza permanente y real que podía sentir al mismo tiempo en la garganta y en los latidos del corazóMuchos años después (los ocho se habían convertido en treinta) huboun mes entero, o más, en el que tampoco pude dormir. Me acostaba, apagaba la luz, cerraba los ojos, pero en lugar de pasar enseguida a esa segunda dimensión, como me gustó siempre llamar a la del sueño, me quedaba en esta. Despierta. Quieta. Sin poder parar de pensar. Fue después de la muerte de mi mamá, en agosto de 2011.  Todo había sido muy rápido. En poco tiempo, una versión más primitiva de mí había tenido que ver, escuchar y decidir cosas para las que nadie me había preparadEra inevitable que aparecieran imágenes de esos últimos días, escenas que se repetían una y otra vez para fijarse en el recuerdo (y en las que yo me veía también, como si no las hubieran registrado mis ojos sino una cámara), y preguntas: qué hubiera pasado si.
¿Qué hubiera pasado si en lugar de consultar al médico que consultamos, hubiéramos ido a otro? ¿Qué hubiera pasado si se hubiera hecho un chequeo un año antes? ¿Qué hubiera pasado si hubiéramos decidido hacer otro tratamiento, o no hacer ninguno? Por cada una de esas preguntas (igual de tramposas e inútiles todas), se abría una alternativa que tomaba forma en la oscuridad de la noche y crecía y se disgregaba hasta encontrarse una y otra vez con la confirmación de que el pasado es irrevocable, de que la única posibilidad es lo que había sido, tal y como había sucedido, y de que ninguna de esas dudas retroactivas tenía sentido ya.
Fueron muchas noches seguidas, y todas empezaban igual. El cuerpo inquieto, demasiado alerta como para dejarse llevar, en la posición que siempre me había resultado más cómoda para dormir: sobre el costado izquierdo, con las rodillas encogidas hacia el pecho. Al principio no me movía.
Me empecinaba en mantener los ojos cerrados hasta que me daba cuenta de que esa posición no iba a funcionar, y giraba hacia el otro lado. La nueva posición tampoco servía y entonces cambiaba, y cambiaba de nuevo, y otra vez, y otra, porque ninguna lograba detener los  flashbacks  ni las conjeturas.  No entendía por qué no podía dormir. ¿Por qué, si era lo que más necesitaba, la única manera que tenía de escapar? A lo mejor (pensaba) porque esas preguntas que me daban vueltas en la cabeza no habían tenido espacio ni tiempo físico para formularse y por eso aparecían así, desfasadas como almas en pena, porque en algún momento tenían que aparecer y por eso elegían la noche, la indefensión, el silencio. Pero tenía que haber algo más, algo capaz de quebrar de ese modo un ritual que había funcionado toda la vida.  ***                       Extrañaba soñar.
Siempre fui de tener sueños muy vívidos, llenos de lugares, de personajes que mutan en otros, de voces que muchas veces dicen cosas más lúcidas que las que podría decir despierta. Me gusta acordarme de los sueños. Contarlos, arriesgar interpretaciones, tal vez por lo que tienen de ficción, o precisamente por su papel de ficción personalísima e involuntaria.  El primer sueño que tuve (o el primero que me acuerdo) después de lo de mi mamá fue con el Renault 18 azul que compró mi papá en el ‘89 y que mamá nunca quiso vender.
El auto en el que papá nos llevaba a la escuela.
El auto en el que mamá me iba a buscar a la terminal cada vez que volvía de La Plata. En el sueño era de noche y yo acababa de salir de un recital donde había mucha gente. Caminaba a una playa de estacionamiento enorme y vacía, salvo por el auto, que estaba ahí, solo. Unos metros antes de llegar me daba cuenta de que algo estaba mal. Me acercaba, veía que lo habían abierto a la fuerza y le habían arrancado de cuajo el asiento de atrás.
Alrededor no había nadie.
Estaba sola y no tenía a quién pedirle ayuda.  La cuestión es que antes de ese primer sueño no había nada. Era septiembre y yo todavía no había vuelto a trabajar. Mi rutina era una no-rutina, una especie de limbo zombie en el que los días se sucedían uno detrás del otro en una secuencia sin cortes, un ciclo infinito y un desasosiego que cada vez se volvía más feroz. Los días me parecían iguales entre sí y a eso también me costaba acostumbrarme. En la clínica, al menos, más allá de la monotonía de los pasillos y los horarios de visita, cada día traía algo distinto, había cambios, pasaban cosas. Ahora ya no pasaba nada.  “Esta noche voy a dormir”, pensaba, me exigía, y hacía el esfuerzo de demorar el proceso, de acostarme cada vez más tarde, como si el hecho de no poder dormir tuviera en este caso algo que ver con horarios o agotamiento.
Había algo de fe y también de terquedad desesperante en eso de apagar la luz cada noche con la certeza de que el sueño no iba a llegar, como la de quien espera un tren que sabe que hace tiempo no pasa. Y no llegaba. No dormía. Las horas pasaban lentas, me cansaba de mirar el reloj y calcular el tiempo que quedaba hasta que sonara el despertador con el que me obligaba a abandonar los intentos y levantarme. Cuatro horas. Tres. Dos. En ese sentido, saber que no-vas-a-poder-dormir se parece bastante a una condena.
Cada tanto me acordaba de Trevor Reznik, el personaje de la películaEl maquinista, cuando trata de convencer a su amante de que nadie se ha muerto de insomnio. Lo dice un despojo de piel y huesos que hace un año que no duerme, atormentado por las alucinaciones y la culpa. Yo no era Trevor Reznik. El sueño para mí era demasiado valioso como para resignarme. Él había matado pero yo no había hecho nada, lo mío no tenía nada que ver con la culpa. ¿Con qué entonces? ¿Por qué no podía dormir?
Me concentraba en respirar lento, en imitar el ritmo de la respiración del sueño, y por unos instantes parecía que sí, que esa vez sí iba a funcionar, pero no: la cabeza entraba en un trance extraño, emitía una frecuencia que sólo yo era capaz de escuchar, como la de los silbatos que se usan para ahuyentar a los perros.
La impotencia me hacía salir de la cama, tratar de leer (imposible), prender la computadora, las caras sonrientes del universo  Facebook en el que sólo es válido ser feliz, chequear el celular, te quiero mucho, cualquier cosa que necesites (necesito dormir), y otra vez la habitación, la coreografía, el cambio de posición número uno, dos, cien, el darme cuenta de que nada servía, y cada vez más angustia y más furia y más ganas de llorar.
*** Una noche me di cuenta de algo horrible y obvio: sin padre ni madre, desaparecía el rol de hija.
Abrí los ojos. La negrura de la habitación era total. No se filtraba ninguna luz de afuera, pero sí algunos sonidos. Voces. Bocinas. La sirena de una ambulancia. En adelante seguiría siendo hermana, esposa, amiga, tía, sobrina, en algún momento madre, pero hija no. Nunca más. La mitad de ese vínculo espejo que había nacido conmigo se había desprendido a mis quince, en 1995, con la muerte de papá. Ahora que ya no estaba mamá se terminaba del todo.   Me sentí en carne viva. Fue como si delante de mis ojos se hubiera levantado un velo y por unos segundos me hubieran dejado mirar de frente y bien de cerca un vacío abismal, absoluto. El corazón me empezó a latir más fuerte y más rápido: quizás por eso asocié, y retrocedí veinte años a esa otra habitación, y me pregunté por primera vez si lo que no me estaba dejando dormir podía ser, también, miedo.
Un miedo distinto al de la infancia, con sus bordes precisos y la ilusión de que es posible conjurarlo dejando la luz prendida. Hasta ese momento las preguntas sobre el pasado no me habían dejado ver el monstruo más grande, que estaba ahí desde el primer día, escondido en la oscuridad. El monstruo de lo definitivo, del nunca más, el de conjugar el futuro con la ausencia.
¿Qué iba a pasar en Navidad? ¿Cómo era ir a Azul y encontrar la casa vacía? ¿Cómo iba a ser tener un hijo y que ella no estuviera ahí? Lloré un rato largo, quieta, en silencio para no despertar a Luciano, hasta que sentí los ojos calientes y tan hinchados que pensé que podían explotar.
Me levanté y me lavé la cara a oscuras. Esas semanas el futuro había estado presente como una abstracción, en los pactos tácitos con los que nos protegíamos mutuamente. Una tarde, en la clínica, salió el tema de un cuento que había escrito y mamá no había leído todavía. Era un día bueno, tomábamos mate y ella estaba de buen humor. Le conté el tema y los personajes pero no la trama ni el final, como si no quisiera estropearle la sorpresa. “Lo vas a leer cuando esté listo el libro, falta poco”, le dije. Se hizo un silencio.
Las dos sabíamos que quizás no iba a leerlo nunca, pero ponerlo en palabras era transformar el quizás en un hecho cierto. “Bueno”, contestó ella, y me sonrió.
Volví a la cama y me quedé inmóvil, boca arriba y con los ojos abiertos.
Me despertó el sonido del teléfono. Me incorporé en la cama sin poder explicarme cómo, en qué momento esa elipsis, si hacía un minuto nada más me había lavado la cara y había seguido despierta. Eran las nueve. No sabía cuándo, pero en algún momento me había dormido. Y había soñado, después de tanto tiempo. Todavía no lo sabía, pero a partir de ese día volvería a dormir como antes. El teléfono dejó de sonar y de a poco empecé a recuperar las imágenes del sueño (“el asiento de atrás es donde viajan los hijos”, me hizo notar mi hermana cuando se lo conté).
Algo había cambiado, en el momento no supe qué. Pienso, ahora, que tal vez el insomnio buscaba eso, despertar en mí la conciencia de esa forma particular de soledad que es la falta de los padres para quien los tuvo. Reconocerme sola, sí, pero con treinta años de respaldo detrás. Preparé el mate y miré por la ventana: afuera había sol. A lo mejor podía aprovechar y salir a caminar un rato.
 Por Lila Navarro. Escritora. Ha publicado el libro de cuentos "La otra felicidad